El narrador nunca llegaba con retraso porque …
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Tuve una novia que detestaba la puntualidad porque le parecía un vicio pequeñoburgués. Por aquella época yo llegaba siempre media hora antes a las citas. Creía que si me retrasaba sucedería una catástrofe. Además, la ventaja de llegar dos o tres horas antes al aeropuerto es que si se te ha olvidado el pasaporte puedes volver a casa a por él sin perder el vuelo.
Mi novia no comprendía estas explicaciones y reprochaba con amargura mi aburguesamiento progresivo. Le expliqué entonces que siempre llegaba antes de tiempo a las citas para echar un vistazo desde lejos a la esquina en la que había quedado y comprobar que no había movimientos raros en la zona. Había leído muchas novelas de John Le Carré, y los espías siempre tomaban esa elemental medida de precaución.
La ventaja de los espías es que pueden desarrollar toda clase de patologías obsesivas sin llamar la atención. Un agente está obligado, por ejemplo, a dejar cogido un palillo de dientes en la puerta al salir de casa para detectar si alguien entra durante la ausencia. A falta de palillo se puede colocar también un poco de cinta adhesiva en un rincón del quicio. Y aun con todas las precauciones, hay que llevar cuidado con lo que luego se habla en el cuarto de estar, porque pueden haber colocado micrófonos del tamaño de la cabeza de un alfiler en cualquier parte.
Una vez acudí a un psiquiatra para curarme de estas irregularidades, que me quitaban mucho tiempo y demasiadas energías. Cuando le conté todo, afirmó que, efectivamente, necesitaba tratamiento. Pero lo dijo de un modo que no me gustó, así que al hacerme la ficha y preguntarme la profesión dije que era espía.
El caso es que mi manía por llegar pronto y la pasión de mi novia por llegar tarde enturbiaban mucho nuestras relaciones. Entonces yo, en un rapto de generosidad, sólo por complacerla, juré que llegaría tarde a todas las citas, por lo menos a todas las citas que tuviera con ella. De este modo, las aguas volvieron a su cauce, al cauce de mi novia quiero decir, dejando el mío completamente seco. Durante las semanas siguientes cumplí mi promesa en dos o tres ocasiones, pero sufría tanto con la superstición de que el mundo se iba a acabar debido a mi tardanza, que en seguida comencé a presentarme a la hora de siempre, ocultándome en los alrededores, para aparecer con cara de recién llegado después de que ella llevara unos minutos esperando.
Un día estaba escondido en un portal, controlando la zona del encuentro, y la vi llegar diez minutos antes de la hora. Entonces salí de mi escondite y cuando la llamé pequeñoburguesa me aseguró que había llegado pronto para cerciorarse de que yo llegaba tarde. Ese mismo día rompimos, por razones ideológicas según ella, aunque yo siempre pensé que era por diferencias psiquiátricas. El otro día la vi por la calle, con un niño pequeño de la mano, y tuve la tentación de acercarme para pedirle perdón por aquella intransigencia horaria de mi juventud, pero comprendí en seguida que era demasiado tarde, al menos para mí. Para ella, seguramente, sería demasiado pronto.