¿Por qué la esposa del narrador admitió la presencia del perro en su casa?
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La herencia de mi amigo
No es fácil perder un amigo, en ningún momento y a ninguna edad. Enrique fue mi mejor amigo por tanto tiempo que ya casi ni recuerdo cuánto. Tuvimos una hermosa amistad que supo acomodarse al tiempo y a las diferentes situaciones que éste nos ofrecía. Éramos muy distintos, tanto que muchas veces me pregunté cómo podíamos ser tan amigos. Con el tiempo entendí que eran esas mismas diferencias las que nos unían.
Enrique era un alma libre, como él decía. No se había casado, no tenía hijos, tampoco tenía padres o hermanos. No se ataba a ningún trabajo y no ambicionaba nada en particular. Le alcanzaba con que le alcanzase y no buscaba nada más. Vivía en una pequeña casa alquilada con la única compañía de su otro gran amigo, su perro Indio. Yo, en cambio, tenía esposa, hijos, casa propia y un trabajo del que sentía orgullo.
Cierto día me dijo:
No hubo velatorio y yo lo despedí en el cementerio como pude, torpemente, amargamente, con una sensación de infinita soledad. Al día siguiente fui a su casa, alguien debía ocuparse de las pocas cosas que Enrique había dejado. Indio estaba ahí, esperando a mi amigo, sin resignarse como yo. Tanta era mi desazón que no me había acordado que el perro estaba solo en la casa. Le di de comer y me senté junto a él en el piso. Indio esperaba, no se daba por vencido, y por un momento yo esperé también, como si el regreso de nuestro amigo fuese posible.
El timbre nos sobresaltó a ambos, pero no se trataba de un milagro que nos devolvía a Enrique, era el propietario de la casa.
Y comenzó para mí una rutina diaria. Todos los días pasaba por la casa de Enrique, no tanto para desocuparla, sino para darle de comer a Indio y hacerle compañía. Con las pocas pertenencias de mi amigo terminé al poco tiempo, no era mucho y lo doné todo para los pobres.
Sin embargo, quedaba Indio. Cada día cuando llegaba a verlo, sabía que él seguía esperando a Enrique, pero un día me di cuenta de que me esperaba a mí también. Ambos nos hacíamos compañía y compartíamos ese dolor indescriptible que significaba haber perdido a nuestro mejor amigo.
El tiempo pasaba y el fin de mes se acercaba. Sabía que algo debía hacer con Indio. Ya no sólo nos unía el recuerdo de Enrique, había un vínculo entre nosotros.
Sabía que no sería fácil convencer a mi esposa. Sin embargo, ella aceptó que Indio no se podía quedar sólo y que si alguien debía hacerse cargo de él, ése era yo. Y el último día del mes cuando llegué a la que fuera la casa de Enrique, Indio me esperaba moviendo su colita.
Y mientras ambos caminábamos hacia mi casa, pensé en qué equivocado había estado Enrique. Es cierto, no había dejado dinero, ni joyas, ni nada de valor material, pero me había dejado a Indio, a su otro mejor amigo. Recibí la herencia más importante que se pueda dejar, una herencia de amistad, de amor y de cuidado. Mi gran amigo me había dejado como legado a otro amigo. ¡Qué mayor tesoro podría haber recibido de él! Indio ya no estaba solo, yo tampoco. Estoy seguro de que Enrique sonreía feliz mientras nos veía marchar hacia casa.