El narrador llegaba tarde a la reunión importante porque …
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Demora
Nunca me había dado cuenta de cuán a prisa vivía, hasta que tuve que detenerme. Iba con mi auto a una reunión impostergable. Repito el término y me sonrío: impostergable. Hasta ese día, me costaba darme cuenta de cuáles eran las cosas impostergables.
Había habido un accidente y la autopista estaba cortada. Nada se podía hacer, ni tomar otro camino, ni retomar, mucho menos avanzar. Maldije un buen rato y cuando me convencí de que era inútil, me tranquilicé. Encendí la radio y cuando no escuché nada, recordé que no funcionaba hacía ya unos meses y que nunca había tenido tiempo de hacerla arreglar.
El tiempo pasaba y al darme cuenta de que estaba solo, absolutamente solo, conmigo como única compañía, comencé a sentirme incómodo. Ya no recuerdo el tiempo que hacía que no estaba así de ese modo. Solo, en silencio, sin trabajo urgente ni distracciones. Algo me decía que era mejor seguir maldiciendo por no llegar a la reunión que era verdaderamente importante, en vez de detenerme a pensar en mí.
Decidí distraerme mirando por la ventanilla, pero el paisaje no era el mejor: autos y más autos. Sin embargo, un coche en particular llamó mi atención. Era un auto viejo, idéntico al que tenía hace tiempo mi padre. Fue inevitable recordar esos años en los que mi padre era joven y yo un niño y cómo disfrutábamos paseando en ese auto que él tanto amaba. Mi padre ya no conduce, es muy anciano y está internado en una residencia. ¿Cuánto hace que no voy a visitarlo? Lo pensé y me sentí mal, muy mal al darme cuenta de que hacía ya mucho que no lo veía.
“Es que no tengo tiempo”, me excusé miserablemente, sin creerlo. El pensamiento me incomodó y miré para otro lado, vi entonces dentro de otro auto, moderno éste, un muñequito de cartulina hecho con manos de niño colgado del espejito. Recordé entonces que ese día yo debería haber ido al colegio de mi hijo para una clase abierta para padres. “Es imposible, mi amor, debo trabajar, tengo una reunión a la que no puedo dejar de ir”, le había dicho a mi pequeño, pero a él poco le importó mi reunión y mi trabajo y sé que se sintió decepcionado.
Molesto conmigo mismo, miré hacia atrás buscando algo para leer, debía entretenerme con algo, ya me estaba fastidiando mi presencia, me comenzaba a molestar aquello en lo que evidentemente me había convertido. Al darme la vuelta y mirar el asiento trasero encontré un regalo que le había comprado a mi esposa y que me había olvidado de dárselo. En realidad, no lo había elegido yo, sino mi secretaria.
Y de pronto no quise distraerme más. Me encontré a mí mismo y pude ver, tal vez por primera vez, todo aquello que la supuesta falta de tiempo no me permitía. Varado en mi auto, sin poder correr, trabajar, distraerme pude encontrarme con el hombre en que me había convertido y lo que vi no me gustó. Paradójicamente, detenerme me hizo avanzar, replantearme mi vida, mis tiempos, mis prioridades. Me asusté al ver todo lo que estaba perdiendo y me entristecí por lo que había perdido y ya no podría recuperar.
Cuando todo se solucionó y pude arrancar, ya no era el mismo. Cumplí con mi compromiso de asistir a la reunión, y aunque ese contrato que tanto perseguí para mi empresa, lo perdí por la demora, realmente no me importó. La vida, el azar, el destino o Dios, quién sabe, hicieron que tuviera que detenerme para avanzar. Quedarme solo para reencontrarme, transitar mi incómoda presencia para rearmarme. Aprendí que la prisa no se da la mano con lo impostergable y que lo impostergable nada tiene que ver con una reunión de trabajo.