Al hacerse mayor, la protagonista del texto …
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“Pide un deseo”
Cuando era pequeña, mi madre me decía con frecuencia “Pide un deseo”. Si pasábamos debajo de un puente por el cual pasaba un tren, me pedía que cerrara los ojos y pidiera un deseo. Tres deseos a la hora de soplar las velitas cada cumpleaños. Uno, si veía una estrella fugaz, varios si encontraba un diente de león para soplar y hacer volar mis deseos por el aire.
Cuando ella cumplía años, me gustaba verla frente a las velitas: cerraba sus ojos y, luego de un rato de mucha concentración, soplaba las velas y sonreía como convencida de que los deseos que había pedido, se convertirían en realidad. Yo le hacía caso y no perdía ocasión de pedir mis deseos y, en la inocencia de mi niñez, creía que todos se cumplirían. Sin embargo, no todos se hacían realidad.
Recuerdo cuando pedí que mi muñeca pudiera hablar conmigo. Eso jamás ocurrió. No me desilusioné, pensé que, tal vez, a mi muñeca le costaba aprender a hablar, tal como a mí me costaba atarme los cordones solita y esperé con paciencia que ese deseo se cumpliera.
Siempre me pregunté por qué para mi madre era tan importante que pidiera deseos y pensaba que, si ella me lo pedía, habría una buena razón. Yo lo hacía y ya. No sabía tampoco si se cumplían sus deseos o no, pero no me atrevía a preguntarla porque, aun siendo niña, sentía que los deseos eran algo íntimo, propio y se debían guardar para uno.
El tiempo pasó y, siendo ya una jovencita con muchos deseos pedidos, me daba cuenta de que no bastaba con cerrar los ojos o soplar fuerte. ¿Qué había que hacer, entonces, para que los deseos se cumplieran? ¿Habría aprendido mal a pedirlos y por eso a veces no tenía suerte? Y, a pesar de que seguía pensando que los deseos eran algo íntimo, le pregunté a mi madre cuál era su secreto para que todos sus deseos se cumplieran.
Para mi sorpresa me contestó: “¿Y quién te ha dicho que todos mis deseos se han cumplido?”, sonrió. Le expliqué que desde niña había visto la sonrisa en su rostro al pedir deseos, con insistencia y entusiasmo. Que siempre me había parecido que si tanto me pedía que lo hiciera, era porque sabía que tendría la suerte de ver mis deseos cumplidos.
Mi madre me miraba y seguía sonriendo. Desorientada, insistí: “¿Se cumplieron o no?” “No todos”, respondió. “¿La mayoría?”, volví a preguntar. “No lo sé”, contestó. Esto me desconcertó. ¿Cómo no saber, no recordar si un deseo se había hecho realidad? ¿Por qué tanta insistencia si muchos no se cumplían, si incluso alguno ni siquiera lo recordaba? Y entonces mi madre me dijo algo que jamás olvidaría.
“El simple hecho de pedir un deseo es ya en sí un acto mágico. Ese instante cuando soplamos una vela u observamos una estrella fugaz, es maravilloso. Lo más bello de pedir un deseo es la ilusión que sentimos al hacerlo, porque lo pedimos con fe, convencidos de que se hará realidad, y eso nos hace felices.” “Sabes por qué? -prosiguió-. La felicidad se mide en momentos pequeños y simples. Desear, soñar, ilusionarnos enriquece nuestra vida, la hace más bella. Alguien ha dicho: “Si sueñas con alcanzar las estrellas, cuando menos obtendrás la luna”. Lo más importante es el mágico e inmenso hecho de soñar y de desear …”
Jamás olvidé esas palabras, fue una de las enseñanzas más bellas que me dejó mi madre, por eso nunca pierdo ocasión de pedir un deseo. Sea una estrella fugaz, un diente de león o un tren pasando por un puente, aprovecho ese momento simple y pequeño para ilusionarme, y esta ilusión me acerca a la felicidad y sé que así estoy cumpliendo un deseo de mi madre.