La decisión final de Remí fue …
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El delgado hilo de la amistad
Remí y Hugo nacieron en el mismo barrio de París, un barrio de trabajadores del ferrocarril que en nada se acercaba al “glamour” de la capital. Crecieron junto a la estación de trenes, recogiendo los trozos de carbón en las vías y vendiéndolo por unas monedas. Su tarea llena de suciedad y esfuerzo los acercó mucho: Hugo siempre consideró a Remí (pocos meses mayor) como un amigo protector, una especie de padre al que desconocía.
Compartieron sus escasas alegrías y alcanzaron su juventud sin pensar demasiado en el futuro, se defendieron en las peleas callejeras. Su confianza mutua y amistad se consolidaron definitivamente cuando debieron alistarse en la mayor guerra conocida en la historia. La suerte los acompañó casi hasta el final de la guerra.
Un día, Remí dormía recostado en la trinchera, mientras Hugo vigilaba con atención, ensordecido por el comienzo del ataque de la artillería. Levantó sus ojos al percibir extraña sombra que pasaba a su lado y pudo ver que algo caía junto al cuerpo de su amigo dormido, comprendiendo que se trataba de una granada de mano. Sin pensar, tomó la granada y la tiró de cualquier forma, cubriendo con su cuerpo el de Remí. La granada estalló muy cerca, y su último recuerdo antes de llegar la oscuridad, fue el de la blanca luz de la detonación.
Remí, ileso y conmocionado, se encontró frente al rostro ensangrentado de su amigo, lo levantó sobre sus hombros y logró alcanzar el hospital de campaña, donde con gritos desesperados exigió que lo curaran rápidamente. El médico solamente encontró en el cuerpo de Hugo heridas sin importancia, pero diagnosticó la pérdida definitiva de la visión.
Terminada la guerra, fueron dados de baja con una pequeña pensión y repatriados a su país asolado por la pobreza y el hambre. A propuesta de Remí, acordaron que por ahora la única solución era mendigar. Hugo tocaba la guitarra y estaba dotado de una hermosa voz, por lo que comenzaron a recorrer las calles de la ciudad brindando la música y canto de Hugo, con la ayuda de Remí guiándolo por la ciudad y agitando el tarro de latón para las limosnas. Los beneficios alcanzaban para subsistir de forma humilde, y por varios años se mantuvieron gracias a la bondad ajena.
Un día, frente a ellos se detuvo un hombre vistiendo un excelente traje; escuchó a Hugo con atención y luego acercó su rostro y lo miró larga y fijamente a los ojos. Luego alejó a Remí del cantor, le dio una limosna generosa y dijo: “Soy el mejor cirujano oftalmólogo de Francia y puedo lograr que su amigo recupere la visión. No se preocupe por los gastos, dado su caso lo atenderé en forma totalmente gratuita. Le dejo mi tarjeta y los espero el próximo lunes”.
Remí, con la elegante tarjeta entre sus dedos, regresó a Hugo que le preguntó: “¿Qué deseaba esa persona?” Y Remí, aun sintiendo que una parte de él moría para siempre, sopesando las consecuencias de su decisión, contestó: “Un imbécil que quería preguntar por una dirección. Además, creo que no vamos a volver nunca más a esta zona, las propinas son miserables”. Luego arrugó bruscamente la tarjeta arrojándola a la calle y, haciendo sonar su tarro con monedas, prosiguió gritando: “Una monedita para el pobre ciego, por el amor de Dios”.
Hay que recordar siempre que la amistad no es inmutable, se consolida o desaparece en el tiempo, y su historia recoge hechos desde el sacrificio de la vida hasta las traiciones más cobardes. Con un paso mínimo, la amistad se convierte en falsedad y engaño.