Los recuerdos del protagonista se hicieron más vivos gracias a …
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Aquellos olores …
Una vez, cuando era adolescente, el mismo día de mi cumpleaños número once, mi abuelo me hizo un hermoso regalo que aún conservo. Me regaló… una frase que nunca olvidaré. Junto con el paquete de regalo, me dijo: “Recuerda los olores.” ¡Qué extraña me pareció en aquel momento esa frase! Y ¿por qué recordar los olores?
Recordaba ese maravilloso día: mi madre andaba recorriendo las largas mesas cubiertas con blancos manteles almidonados, atendiendo a la familia numerosa y amigos, hablando con todos a la vez. Mi madrina y tía, gemela de mi madre, imitaba sin querer todos los gestos de mi madre, con su misma voz y su misma naturalidad, tratando de hablar con alguien a quien mi madre todavía no hubiera podido atender.
Mi querido abuelo, con su infaltable boina de vasco, estaba charlando con sus veteranos amigos de equipo nacional, rememorando antiguas hazañas futbolísticas que cada año eran más grandes. La abuela, pequeña y regordeta, siempre un paso detrás del abuelo, anticipándose a todo lo que él y sus invitados necesitasen.
Muchos barriles de madera de cerveza, buen vino y grandes parrillas con asado y chorizos, más allá enormes ensaladeras con lechugas y tomates de la casa quinta. Risas, gritos, canciones, amistad y familia, que en esa época eran sinónimos. Nadie tenía apuro, todo era armonía y paz, respeto y solidaridad, conceptos que se harían carne en mí con el pasar de la vida,
El tiempo se devoró los calendarios, creó sueños, mató alguna ilusión, se llevó a seres queridos y trajo nuevas personas a nuestras vidas. La vieja canción de Gardel que sonaba a fin de año y decía “… y veinte años no es nada” ya no se escuchaba más en el viejo pasadiscos. El viejo café del abuelo en la calle Ocho de Octubre (se llamaba “Tres hermanos”) es ahora una casa de comida chatarra, ya no se reúnen más los viejos amigos del equipo, la tintorería y la pescadería que estaban más hacia la esquina, no sé si están más.
El tiempo también pasó para mí y marcó mis días. Fue hace poco que buscando no sé qué cosa, me encontré cincuenta años después con el regalo que me dio el abuelo. Era una caja que contenía el reloj de oro que me regaló, de la joyería que aún está en la calle Ocho de Octubre. Recordaba algunos retazos de ese día, todo muy vago y disperso por la dureza del tiempo. Pero al abrir la caja recordé las palabras de mi abuelo “Recuerda los olores …”.
Y así lo hice: al abrir la cajita descolorida y arrugada, me invadieron los olores mágicos de aquellos días, el olor al almidón de los blancos manteles, el aroma a asado, el olor a madera quemándose, el olor a vino en las copas de cristal, el perfume de mi madre y de mi madrina, todo eso era más fuerte que los recuerdos visuales, desmoronados por el tiempo, pero los olores no, esos eran del alma, esos no tenían edad, no habían envejecido.
Volví de momento a ser el niño de once años que, azorado, veía a sus ídolos al alcance de la mano, tomado de la mano de mi madre y mi madrina, caminando por el viejo viñedo de cepa italiana y el jardín de las pequeñas rosas traídas de Francia hacía tanto tiempo por mis abuelos.
Ahora entendía las palabras del abuelo. También por un momento sentí la mano del abuelo despeinándome, como era su costumbre. ¡Qué grato recuerdo, qué sabias palabras aquellas, que esperaron tanto tiempo para salir a la luz con tanta fuerza! Me quedé un largo rato sentado y disfrutando de esta paz …