Al final de la historia, el protagonista decidió ...
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El árbol de los sueños
En los años de mi infancia habitábamos la finca que ha sido propiedad familiar desde varias generaciones anteriores y que aún conserva sus bosques y arroyos de aguas cristalinas. Pasé allí mis primeros años y asistí a la escuela donde aprendí las primeras letras.
Estudiaba con mucha ilusión y con el deseo de aprender a escribir desde el día en que me sembró la gran inquietud mi madre: “Madre, -dije aquel día a mi madre,
“Madre, ¿cómo puedo pedir la ayuda a esos seres?”
Todos los días era más grande mi deseo por aprender a escribir para poder redactar mi carta que dejaría al genio en el árbol de los sueños. “El que algo quiere, algo le cuesta”, recordé el refrán que solía repetir mi abuelo, por eso dediqué mucha atención a las clases y no dejaba de practicar la escritura al llegar a casa, sería cosa de un par de años para que lograra poner en práctica lo dicho por mi madre. “¡Ese día llegará!”, me decía a mí mismo con insistencia.
Aprendí a escribir, y con la ayuda de mi madre, un día escribí la carta en que pedía al genio la bicicleta de mis sueños, y cuidando de que nadie me observara até la carta a una rama del árbol de los sueños. “Hijo, será cuestión de unos días. El genio tomará la carta y se hará realidad tu sueño”, dijo mi madre. “Y ¿dónde me dejará la bicicleta?” “Él la traerá hasta la casa
Pasaron los días y tuve mi bicicleta. Así fue que con la ayuda de mi madre seguía redactando las cartas al genio del árbol. Una vez pedí una caja de colores, luego una mochila para llevar mis útiles, un balón para jugar al fútbol en el colegio, y otras cosas más. Las cosas tardaban, pero luego tenía la sorpresa al recibirlas. Fue hasta cuando cumplí mis doce años, en que tuve inquietud de espiar en el árbol de los sueños, y poder ver al “genio”.
Escribí una carta y el día que la colgué al árbol falté a clase y me escondí en una cueva cercana para esperar la llegada del genio. Esperé con mucha paciencia. Poco después vi acercarse a lo lejos a una persona. Caminó en dirección al árbol y buscó entre sus ramas mi misiva. Pero, ¡oh sorpresa! El “genio”, a quien tantas cosas había pedido y otras tantas había recibido, no era nadie más que mi madre.
Guardé el secreto de mi madre, y nunca le hice saber que había descubierto la verdad sobre “el genio”. ¡Qué grande fue tu amor, madre! ¡Gracias por todo lo recibido! Hoy en día vivo nuevamente en la finca y he enviado a mi pequeña hija a estudiar a la misma escuela donde aprendí a leer; y cuando me dice que quiere algo le digo que escriba una carta al genio y la cuelgue al árbol de los sueños, aquel viejo nogal de mi niñez, repitiendo lo que dijo mi madre aquella mañana cuando le conté mi sueño: ”Cuando vayas camino a la escuela, observa en la pequeña colina un gran árbol de nogal …”