Mientras el chico estaba abajo jugando …
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Juguetes
Pepito pasaba esa tarde lluviosa en casa de sus abuelos. Su abuelo estaba durmiendo una siesta, la abuela estaba cosiendo frente a la tele y Pepito ya se había cansado de leer, pintar y jugar. No sabía qué más hacer y se aburría mirando la lluvia en la ventana. La abuela, cansada de oírlo gruñir, le dijo que bajara al sótano que estaba lleno de cosas, a ver si encontraba algo divertido. Pepito no se lo pensó dos veces.
Bajó corriendo las escaleras recordando todas las cosas que había visto allí: arcones con ropa antigua, misteriosas cajas cerradas, animales disecados, figuritas de porcelana, ¡un montón de cosas para revolver! Y a revolver se puso en cuanto llegó. Abrió arcones y cajas, movió sillas y desordenó ropas y papeles. Y cuando más entretenido estaba, ¡bum!, un golpe muy fuerte le hizo dar un salto. Pepito, despacio, se acercó a ver qué era. “¿Qué podrá ser?”
Luego, camino a casa, Pepito le contó a su papá lo de los juguetes, y su papá le dijo que serían de sus abuelos, que seguramente ni recordaban que estaban ahí y que les haría ilusión volver a verlos. De repente, Pepito, que llevaba días pensando en qué podía regalar a sus abuelos para su aniversario, tuvo una idea fantástica: reparar aquellos juguetes para ellos. Le preguntó a su papá si le ayudaría a sacarlos a escondidas de casa de los abuelos para arreglarlos. A su papá le pareció una gran idea y, dicho y hecho, al día siguiente sacaron los juguetes sin que los abuelos se enteraran.
Durante días, Pepito y su papá trabajaron pintando, cosiendo, atornillando y arreglando los juguetes y dejándolos como nuevos. El niño veía en los ojos de su padre un extraño brillo, una pequeña luz que salía de sus ojos, pero pensó que eran imaginaciones suyas y no dijo nada. Un día, por fin acabaron de arreglar los juguetes, los envolvieron en un bello papel de regalo y los llevaron a la casa de sus abuelos. Cuando los abuelos comenzaron a abrir el regalo, sus ojos se llenaron de luz. Una sonrisa les llenó la cara y pequeñas brillantes lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Aquellas lágrimas se fueron haciendo cada vez más brillantes, tanto que, durante un momento, Pepito cerró los ojos. Cuando los abrió, le pareció que, en lugar de las caras arrugadas de sus abuelos, veía a una niña que mecía una muñeca en sus brazos y a un niño montado en el caballo de madera…
¡Era tanta la felicidad que sus abuelos sintieron al ver sus antiguos juguetes! Aquella tarde, su casa se llenó de risas y canciones infantiles, y esa magia duró hasta que llegó la hora de guardar los juguetes. En ese momento, sus abuelos volvieron a ser adultos, pero no les importó, porque sabían que, cada vez que sacaran los juguetes para jugar con Pepito, la magia volvería a producirse y volverían a ser niños. Y sus abuelos le dieron las gracias a Pepito por hacerles el regalo más bello de su vida.
Así aprendió Pepito que todos los juguetes tienen algo de magia y que, si se fijaba bien en los ojos de los adultos, podía ver en el fondo a un niño o una niña que le sonreían y que era cuestión de encontrar la magia adecuada para sacar a esos niños del interior de los adultos. Y cuando Pepito se hizo mayor, siempre que se sentía un poco triste, usaba esa magia para transformarse en niño y jugar y ver la vida con ojos infantiles y recuperar la ilusión, la fantasía y las risas.